domingo, 22 de mayo de 2016

WASHINGO

                                                        WASHINGO




Washingo, era un campesino pobre como muchos que viven en las campiñas y que están a expensas del miserable jornal que les pagan los dueños de las tierras. Washingo, que visitaba siempre la ciudad, había visto cómo vivían las personas acomodadas, y en alguna oportunidad se preguntó, lamentándose de su pobreza: ¿Por qué no tengo dinero como otros? Y siempre, encorvado, arrancando el fruto de la tierra para otros, sudorosos, apenas levantaba la cabeza ubicar para ubicar al astro redondo y colorado, de cuya posición dependía  para calcular la hora o para beber a sorbos el agua fresca del calabazo.
Trabajaba sin descanso desde que el dueño  de la luz asomaba por las cumbre agitando su cabellera dorada para lanzar las rubicundas saetas de la aurora hasta que, tenue, como moribundo cirio,  se abrazaba al crepúsculo, envolviéndose finalmente en el negro manto de la  oscura noche.
Con el trajín de todos los días, Washingo caminaba cabizbajo, tal vez parafraseando su nostalgia  en un rumor ininteligible. Llevaba su alforja sería devorado en un solo instante cuando el hambre lo apurara. Había trabajado largas horas, como de costumbre, pero  de pronto, como impedido por una fuerza desconocida, levantó la cabeza dirigiendo su mirada atraída involuntariamente hacia el cerro Sonolipe y avistó un brillo intenso que le impedía mirar con tranquilidad. Su corazón aceleró los latidos por la emoción indescriptible; más, reanimándose, avanzó para descubrir el objeto bruñido que despedía tan intenso brillo. Washingo se quedó paralizado cuando frente a él, y a unos cuantos metros, estaba una pared construida con ladrillos de oro, que resplandecían al choque lumínico de los rayos solares.
El pobre campesino, después de salir de su asombro, sacó el calabazo con agua y también el fiambre y, sin dejar de mirar la dorada pared, los arrojó entre los arbustos y se lanzó con ansiedad incontenible para coger los ladrillos. Los acariciaba de una manera extraña, nada humana, tomó dos ladrillos y con inusitada alegría los puso en su alforja y, olvidándose del trabajo y la choza, siguió el sendero más corto para llegar a la ciudad.
En el trayecto, todo un rosario de sueños pobló su humilde corazón, pero a medida que iba avanzando se le fueron evaporando, llenándose de orgullo, porque la riqueza enferma de vanidad a los incultos. Y Washingo que era tan simple, se ufanó hasta el delirio con el dorado metal. Con sus ladrillos de oro, cambiados por dinero corriente, emprendió aquel viaje de placer y despilfarro, algo que nunca en su vida hubiese podido realizar de haberse encontrado tan rara fortuna. Washingo bebió en una y en otra cantina; tomó y probó de los más caros y exquisitos licores. Se hizo servir de los mejores potajes y desde que se supo de su fortuna, tuvo mil amigos a los que daba de comer y beber. Pero nunca dejó de hablar de sus ladrillos de oro. Creyéndose el hombre más rico de la tierra, comenzó a despreciar a los suyos, y la vanidad le creció hasta el extremo de olvidarse de su choza y su raza. Caminó erguido, despreciando con la mirada a los que por delante se le ponían. Pero un día, cuando ya el dinero de la venta de los primeros ladrillos se le terminaba, ni bien el alba despuntó, llenando de trinos y esperanzas al mundo entero, Washingo echóse a andar ligero, con la alforja al hombro. Llegó al cerro Sonolipe, más su alegría y su vanidad en desesperación se trocó porque no encontró ni señas de la pared de ladrillos de oro. Desesperado arañó la tierra, gritó con todas sus fuerzas y lanzó mil imprecaciones maldiciendo su suerte.

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